Zama por Martel

Periferia y marginación


Zama es una novela tan rotunda en su precisión poética y a la vez tan rica en sus múltiples niveles de exploración del mundo que una versión fílmica parecería imposible. La película de Lucrecia Martel elimina de entrada ese escepticismo.

Primero está la materia visual y sonora que arrebata los sentidos del espectador. Una cuidada fotografía (a cargo del portugués Rui Poças, de Tabú y O Ornitólogo) que registra todos los tonos de una naturaleza tan bella como hostil, así como de interiores marcados por la precariedad provinciana de un siglo XVIII colonial. Y todo ello engarzado en las múltiples capas de una banda sonora (Guido Berenblum) cuya música, efectos de sonido, fueras de campo y voz en off nos envuelven de manera permanente.

La artesanía de Martel se eleva así a una alquimia sensorial que nos invade con una atmósfera punzante, por momentos sórdida y promiscua, para crear una narración en donde la tensión no se encuentra en la acción sino en el destino de su protagonista. Allí el espectador va prendido de la espera y la suerte de Zama como si se encontrara en su pellejo. Al igual que en la novela, es la vida interior del personaje la que resulta el eje de nuestra experiencia, y ello de una manera irracional, hasta el punto de sufrir sus torpezas o sus mezquindades con la aprensión de una extraña empatía. El soliloquio de Don Diego de Zama, narrador de la novela, se traslada en la película a un clima subjetivo donde no solo el drama existencial, sino toda una atmósfera por momentos onírica y pesadillesca tiene la cumbre de su representación en la expresividad casi sin palabras del personaje principal, interpretado de manera deslumbrante por el mexicano Daniel González Cacho.

El trabajo de Martel revela una identificación estética profunda con Di Benedetto. Eso es lo que ha hecho posible una adaptación “imposible”. La suya es una versión complementaria que pone en imágenes lo que el autor dejó abierto a la imaginación a partir de una escritura nada naturalista, casi sin descripciones. Lo que en Di Benedetto es un lenguaje mínimo y preciso, en Martel es un rico despliegue audiovisual que, sin embargo, está lejos de todo barroquismo. En el mismo tono de la obra literaria, sus imágenes no pretenden ni una reconstrucción histórica ni un realismo narrativo, y el relato se desarrolla casi enteramente en una sucesión de escenas fijas, un poco a la manera de Peter Greenaway. Esas escenas son la percepción del mundo del sujeto Zama: una subjetividad en carne viva cuya tensión física condiciona una estética que trasciende lo histórico. Martel se identifica con el sentido corporal del tiempo que hay en la novela: “Esta novela pone al tiempo presente, el único tiempo del cuerpo humano, por encima de todas las otras apreciaciones del tiempo”, ha dicho en una entrevista.

La película no deslinda el contexto histórico, pero la presencia en trasfondo del colonialismo, la explotación de los indígenas, el despotismo, la segregación, la esclavitud, las supersticiones, la miseria, las enfermedades y, en definitiva, la dureza atroz de la vida, constituyen rasgos persistentes del mundo que no fijan el relato de manera exclusiva en un momento de la Historia. De esa manera, su temporalidad abierta aproxima el trabajo de Martel a una factible alegoría del presente.

Lo periférico y lo marginal caracterizan el ambiente en que se encuentra el corregidor Zama. Periferia de la periferia, la ciudad en la que espera una promoción que lo acerque de nuevo a su familia es la gobernación de una provincia dependiente de la lejana Buenos Aires, capital del virreinato que a su vez depende del rey en Madrid. Es de este último poder, de esa suerte de entelequia superior lejanísima, de esa Europa donde el criollo Zama nunca estuvo y de la cual dice, con tono enajenado y soñador, que es el lugar en donde está “la nieve elegante, las princesas rusas envueltas en pieles y las casas bien caldeadas con alfombras”, que depende su suerte y su destino. Donde él se encuentra, en cambio, los barcos con cédulas y salarios reales tardan meses o años en llegar, la justicia es manejada arbitrariamente por la autoridad local e instituciones como la esclavitud y la encomienda, abolidas más de un siglo atrás, continúan aún en práctica. Allí donde el control administrativo del imperio se desdibuja y todo está más o menos fuera de la ley, la marginación y el ser marginal abarcan con matices todo el espectro de la escala social: el gobernador gana en el juego las orejas cortadas y el botín del bandido, así como el bandido se oculta entre las tropas que lo buscan.

Zama es un personaje anacrónico y patético. A su manera, es un idealista. Cree en el poder imperial, y lo hace en ese agujero que es la periferia de la periferia, el lugar donde el derrumbe del imperio español ya ha comenzado. Los seres que hay a su alrededor están mejor anclados a la realidad que él, ya sea porque no esperan nada del poder que los gobierna o porque carecen por completo de escrúpulos. Zama parece ser el único que no entiende lo que pasa y apuesta todo a su fidelidad en la creencia de que habrá de ser recompensado. A sus espaldas los demás se ríen del corregidor porque allí, en el lodo marginal donde no existe la hidalguía, su ingenua fatuidad lo convierte en la caricatura criolla de un hidalgo español. Y también esto se asemeja a una alegoría: nos recuerda el tradicional patrón de reverencia imitativa a las culturas hegemónicas que en su debilidad intrínseca suele hacerse añicos frente a la lucidez brutal de la mirada marginal.

Quizás no sea rara esta mirada singular sobre el destino humano si pensamos que tanto Antonio Di Benedetto como Lucrecia Martel han sido, desde su Mendoza y su Salta natales respectivamente, artistas periféricos. En una Argentina donde la metrópoli fue por tradición el foco cultural hegemónico, la aparente desventaja de vivir en provincias no solo los redime de una visión centralizada sino que los libera de las construcciones con que esa visión reduce el mundo. Las películas de Martel muestran una realidad incómoda a través de una lente que descubre el entorno fuera de cualquier categoría interpretativa, algo que quizás esté más a mano en la periferia provinciana donde el barniz adelgazado de la cultura dominante oculta menos la crudeza. La vida cotidiana de sus personajes de La ciénaga o La mujer sin cabeza, por ejemplo, resulta tanto más vívida e inquietante cuanto más cerca es puesto el foco en su vulgaridad y menos filtrada por la corrección política es su imagen. Y esa imagen, lejos de conformar un retrato costumbrista, nos golpea como el reflejo inesperado de un espejo: allí nos descubrimos a nosotros mismos con desasosiego.

Lo mismo pasa con el corregidor Zama, condenado a esperar eternamente por su suerte en un enclave distante de las decisiones. La mirada de Martel deposita sobre este hombre una suerte de ternura. Su drama puede ser patético, pero nadie en este mundo ha estado libre de esperar las recompensas que brinda el poder: ¿no ha sido toda nuestra historia una árida espera por alguna justicia del Estado? Si la sociedad solo puede construirse con quienes creen en ella, no puede menos que enternecer la espera del que cree porque su drama no es tanto esperar como creer. Y creer conlleva una cierta confianza en la cultura humana, sin la cual solo existe el todos contra todos, la ley del marginado.


© Sergio Altesor Licandro

Publicado en El País Cultural en febrero de 2018.