Hoffmann, inventor del cine de terror


Los elixires del diablo, de E. T. A. Hoffmann. Traducción, prólogo y notas de Nicolás Gelormini. Editorial Losada, Buenos Aires, 2009. 435 págs.


Si bien Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Köningsberg, Prusia, 1776 — Berlín, 1822) fue también jurista, crítico musical, caricaturista, pintor, cantante y compositor, su prestigio universal se debe principalmente a su obra literaria. Sus novelas y cuentos fantásticos, en donde el misterio se combina con el terror en una atmósfera muchas veces de pesadilla alucinante, han ejercido una enorme influencia en la literatura y el cine, en artistas tan diversos como Víctor Hugo, Nerval, Poe, Dostoyevski, Fritz Lang, Lovecraft, Stephen King, Cronenberg, David Lynch y Spielberg, entre otros.


Hoffmann y Freud

Goethe sostuvo alguna vez que el Romanticismo representaba el principio de la enfermedad. Si se toma esa afirmación en relación a la salud mental, Hoffmann es sin duda el autor romántico que más profundamente incursionó en la locura. No es raro, entonces, que su obra haya despertado el interés científico y que algunas de sus historias fueran muy importantes para el desarrollo de la investigación psicoanalítica.

En un ensayo publicado en 1919, Sigmund Freud desarrolló el concepto de lo unheimlich a partir del análisis de dos obras de Hoffmann: el cuento El hombre de arena y la novela Los elixires del diablo. Los traductores siempre han tenido problemas a la hora de encontrar un vocablo equivalente para la palabra alemana. Lo unheimlich ha sido traducido sucesivamente como “lo ominoso” o “lo siniestro”, y más recientemente como “inquietante extrañeza”, sin que ninguno de esos términos abarque completamente la dualidad del concepto original. Freud habla de lo unheimlich como opuesto directo de heimlich, término que no es unívoco porque significa tanto lo secreto o lo escondido como lo familiar. En la misma palabra heimlich lo familiar y lo íntimo pueden invertirse en sus contrarios y alcanzar así el sentido opuesto de “inquietante extrañeza” (junto con otros sentidos a los cuales se debe también agregar “lo horroroso”) que contiene unheimlich. Esta inmanencia de lo extraño en lo familiar era considerada por Freud como la prueba etimológica de su hipótesis psicoanalítica según la cual la inquietante extrañeza es una variedad particular de lo terrorífico que se remonta a aquello que es conocido y familiar desde hace mucho tiempo “(...) y que sólo se tornó extraño mediante el proceso de su represión” (S. Freud).

Sería muy difícil resumir el argumento de Los elixires del diablo. La historia es demasiado oscura e intrincada y contiene decenas de personajes. Muchos de ellos, unidos en cadenas generacionales, llevan hasta el mismo nombre. Como lector resulta incluso prácticamente imposible figurarse un panorama claro y abarcador de la trama mientras uno lee la obra. A pesar de ello leemos el libro hasta el final bajo el efecto hipnótico de una arrasadora tensión. Paradójicamente, y al contrario de lo que pudiera pensarse, la desbordante y confusa corriente de historias entrelazadas no afecta en lo más mínimo el valor y la tensión de la historia principal: la del mundo interior del monje Medardus en su lucha contra el demonio.

Los temas de “inquietante extrañeza” más prominentes que Freud consideraba posible rastrear hacia sus fuentes infantiles tienen todos que ver con el fenómeno del “doble”. Este fenómeno aparece en la novela con todos los matices y grados posibles de desarrollo: personajes que además de verse físicamente iguales, desarrollan procesos mentales que saltan de unos a otros; sujetos que se identifican con otros hasta el punto de dudar de su verdadero ser; caracteres que sustituyen al ser extraño por el suyo propio. En otras palabras, a lo largo de la novela nos topamos con reiteradas duplicaciones, divisiones e intercambios del ser. Y finalmente está la constante recurrencia de la misma cosa, la repetición de los mismos rasgos, atributos o vicisitudes, de los mismos crímenes e incluso de los mismos nombres a través de varias generaciones consecutivas.


Emprendimiento comercial

Hoffman comenzó a escribir Los elixires en un momento crítico de su vida. La invasión napoleónica cortó su carrera como jurista en la Polonia prusiana y le obligó a buscarse el sustento como director musical del teatro de Bamberg. Con un salario muy bajo, en esa ciudad conoció la miseria, el hambre y la desesperación. Fueron años difíciles en los cuales llegó a rondar las fronteras de la demencia, plagado de pesadillas, visiones y fobias. Su diario está lleno de referencias a sus apuros económicos que le obligaron, incluso, a vender la ropa de abrigo. En esas circunstancias, y según sus propias anotaciones, encaró la escritura de Los elixires como un emprendimiento comercial.

Hoffmann se propuso escribir una novela popular que pudiera venderse como pan caliente para salir de su angustiosa situación económica. No es azaroso, entonces, que se haya decidido por una novela de folletín, el antecedente de los actuales culebrones. Pero aunque la estructura y el estilo pertenecen al folletín, también combina otros elementos y rasgos genéricos que la dotan de una identidad propia. Uno de esos modelos es la novela gótica, un género originado en Inglaterra y cuyas raíces se remontan a ciertos rasgos del teatro de Shakespeare y a los llamados “graveyard poets”. Con su gusto por el misterio, los viejos castillos y las catacumbas, la aparición de fantasmas, las profecías ancestrales, los personajes apasionados y el erotismo latente, el género se volvió también muy popular en Alemania en la época de Hoffmann. El ejemplo emblemático de este género que suele citarse en relación a Los elixires es, precisamente, El monje (1796), de Matthew Lewis, un libro cuya traducción conoció un enorme éxito en Alemania. Aunque la novela de Lewis trata también de un monje, sus semejanzas con Los elixires no van mucho más allá de eso. Y en vez de eludir cualquier sospecha de influencia en busca de perfilar una obra original, Hoffmann parece haber querido resaltar ese antecedente haciendo aparecer la novela de Lewis entre las lecturas de uno de sus personajes. Vínculo promocional o no, el escritor alemán parece así jugar de forma intertextual con el género gótico de la misma manera en que Cervantes lo hizo con las novelas de caballería en el Quijote. Es evidente su propósito de escribir una novela para “el lector gótico”, que en su época constituía una hueste sedienta de nuevas aventuras. Como también lo es su intención de subirse a la ola del Kriminalroman, antecedente muy popular de la actual novela policial. También es reconocible la influencia de las novelas sobre conspiraciones y sociedades secretas, que en aquel tiempo conformaban un auténtico subgénero, y que Hoffmann había leído con pasión desde su niñez.

Todos estos géneros y subgéneros populares eran muy controvertidos por las élites literarias que veían en esas obras una tosca degradación del estilo elevado y una inescrupulosa manipulación del mal gusto popular. Y a pesar de que el rechazo de los intelectuales estaba cargado de prejuicios, con frecuencia tuvieron razón en su crítica a la chatura y al emocionalismo caricaturesco de los personajes. Sin embargo, muy otra es la complejidad de Medardus y de otros caracteres de Los elixires. Como Cervantes, la genialidad de Hoffmann fue amalgamar esas corrientes literarias populares en una historia que terminó por trascender largamente esos géneros al mismo tiempo que se convertía en un gran éxito de ventas.


La estirpe criminal

Escrito en primera persona, es el propio monje quien guía al lector por los pasillos oscuros de su interior a través del relato. El demonio está en su estirpe y desde allí arrastra inconteniblemente a Medardus hacia la soberbia y la pasión sexual, pero también hacia la mentira y el crimen. Medardus ha heredado de su padre la atracción por el pecado y ello está sustentado en una teoría criminológica que el jurista Hoffmann conocía muy bien. Esta teoría, sustrato que condiciona la acción de los personajes, es la de la estirpe criminal y la transmisión hereditaria de la culpabilidad. Defendida hasta bien entrado el siglo XIX por los penalistas, la teoría adaptaba el principio teológico del pecado original al ámbito jurídico como consecuencia de la identificación entre pecado y delito. De esta manera, el Derecho Penal se subordinaba a la ley moral y todo delito equivalía a una culpa en un sentido religioso y ético. Al utilizar esta teoría, Hoffmann le asigna al monje Medardus una existencia culpable por el simple hecho de haber nacido. Pero a pesar de que su destino está determinado de antemano, conserva un cierto margen de libertad para luchar y alcanzar la salvación con ayuda de la gracia divina.

Una de las características más sorprendentes de la novela es su dinámica dialéctica y el alto grado de sutileza psicológica que es capaz de alcanzar. La constante lucha entre Medardus y el demonio puede compararse con la lucha permanente entre la medicina y los virus. En este terreno, medicamentos más poderosos y efectivos son vencidos a la larga por mutaciones virales más complejas, capaces de atravesar las defensas, lo cual vuelve a generar nuevas investigaciones para encontrar mejores medicamentos. A la iluminación y el reforzamiento de la fe de Medardus, el demonio responde mimetizándose en la religión para ganar terreno en el patio trasero de Dios. Por eso el aparente camino de la fe se convierte en camino del pecado: la excelencia del conocimiento teológico, la capacidad retórica para predicar la doctrina religiosa, los rigurosos ejercicios espirituales, la castidad y hasta la autoflagelación llegan a no ser otra cosa que manifestaciones del narcisismo de Medardus, medios para su proyección personal y herramientas de poder.


Múltiples dimensiones

Como artista total que se expresaba fluidamente en los campos de la música, la plástica y la literatura, Hoffmann construye naturalmente una novela de múltiples niveles sensoriales. La percepción del lector, llevada por la experiencia de su narrador, se traslada a través de imágenes precisas y diáfanas por diferentes ambientes, pero también entre sueños, delirios, alucinaciones y torturas. Hay momentos en que la luz dorada de una mañana nos invade con su vitalidad mística y hay otros en que los tormentos de Medardus, con la sucesión incesante de seres monstruosos que lo acosan entre las sesiones de tortura a la que es sometido, se vuelven casi intolerables. Que yo sepa, nunca antes en la literatura un autor había elaborado una imaginería tan viva y tan vasta para los delirios de la mente. Muchas de esas imágenes no aparecen, como podría creerse, de una forma naturalista y estática sino como percepciones liminares, visiones periféricas, relampagueos y reflejos. A veces parece que estuviéramos en una película de John Carpenter o de David Lynch..., tan cinematográfica puede ser la imaginería demencial de este escritor que parece haber intuido el cine de terror mucho antes de que eso sucediera. Ese cine es heredero, por supuesto, de la novela gótica y la llamada novela de terror, pero lo insoslayable en Hoffmann es su utilización de imágenes dinámicas que llevan a pensar en técnicas cinematográficas actuales.

No obstante lo anterior, Hoffmann no fue monocorde en su temática angustiante y dotó al texto de algunos inolvidables oasis de humor. El juez capaz de dibujar caricaturas satíricas en los mismos tribunales durante las vistas (actividad que le creó serios problemas cuando puso en circulación algunos de esos dibujos), insertó también momentos y caracteres verdaderamente carnavalescos. Es el caso de Schönfeld/Belcampo, personaje multifacético con doble identidad, barbero y agente secreto de Dios. Con su nombre en doble versión (una para los alemanes y otra para la gente de mundo iniciada en la cultura italiana), el barbero parlanchín que viene a la posada a acicalar al fugitivo de incógnito se nos muestra como un ser descacharrante. La escena marca uno de los momentos de mayor vuelo en la escritura de Hoffmann, tanto desde un punto de vista lingüístico como narrativo. El lenguaje que el autor inventa para el barbero es un trabalenguas en alemán con sintaxis y expresiones en italiano (muy bien traducido al español, a pesar de su dificultad, por Nicolás Gelormini, responsable también del prólogo y las notas de esta versión). Sin embargo, la escena tiene al principio una gran ambigüedad. A medida que el italiano parlotea, nuestra sonrisa comienza a congelarse para albergar el miedo: a través de su discurso loco y críptico comenzamos a sospechar que ese bufón misterioso conoce la verdadera identidad de Medardus y se propone modificar su aspecto para que no lo reconozcan las autoridades. En la lógica de la desesperación que impregna la novela, acostumbrados a esa altura de la historia a las mil formas sutiles en que el demonio se aproxima al monje, sospechamos lo peor. Curiosamente, por un momento la escena adquiere una insondable y extrema tensión entre dos opuestos, entre el humor y el horror, precisamente en el terreno en donde lo familiar (heimlich) se desdobla en su contrario, en lo siniestro o en la “inquietante extrañeza” (unheimlich) analizada por Freud. Lo fascinante es que ese momento pasa de largo porque Schönfeld/Belcampo nos seduce con su humor y con su ternura hasta ganar definitivamente nuestra confianza y la de Medardus. Sin que nos demos cuenta, el barbero empieza a convertirse ya en su doble, una especie de ángel de la guarda que habremos de encontrar luego, en otra de las vueltas de la historia.


El viaje de Medardus

Los elixires es un largo viaje. Un viaje real, que lleva a Medardus por muchos lugares en donde conoce y se relaciona con decenas de personajes, y un largo viaje a través de sí mismo en su lucha encarnizada contra el diablo. Se asemeja así a un bildungsroman o novela de formación dado que ese viaje lleva finalmente al narrador al conocimiento de su verdadero ser. La pregunta constante a lo largo del libro es dónde está el yo de Medardus y dónde el poseído por el demonio. Es en esa constante ambivalencia, en ese contrapunto de la conciencia, en esa lucha por llegar a sí mismo que la historia se mueve hacia adelante. Porque es justamente la alternancia del doble en la persecución y la huída dentro de un mismo ser, reflejada en la persecución y la huída del viaje, la que crea la tensión, a veces casi insoportable, que mantiene en vilo al lector del principio al final de la historia. Y en ese sentido toda la historia es como un sueño, no solo porque el campo real en donde se desarrollan los hechos es también el puente crepuscular que va y viene entre el inconsciente y la conciencia, sino porque todos los hechos se desdoblan o pueden desdoblarse en otra cosa, cuando no en sus contrarios. De esa manera, cada paso de Medardus, cada encuentro y cada personaje entra para el lector en una zona de suspenso y tensión. Nunca sabemos de dónde vendrá el próximo golpe, pero sabemos que vendrá y lo esperamos con el corazón en la boca.


© Sergio Altesor Licandro

Publicado en El País Cultural en octubre de 2013.