POESÍA DE SERGIO ALTESOR
Casa y pensamiento
por Miguel Avero
Brecha,31 de mayo de 2024
En el comienzo del ensayo titulado La especie fabuladora, la escritora canadiense Nancy Huston afirma: «Solo nosotros [los humanos] percibimos nuestra existencia en la tierra como un trayecto dotado de sentido (significado y dirección). Un arco. Una curva desde el nacimiento hasta la muerte».1 La reflexión en torno a esta distinción que nos separa de las otras especies puede hallarse en los poemas que conforman La casa junto al bosque, el último libro de Sergio Altesor Licandro.
En el poema homónimo, Altesor recurre a la enumeración y despliega un listado de animales que, en contraposición con los hombres, parecen estar exentos del sufrimiento ocasionado por la búsqueda de sentido o la consciencia de finitud. Luego concluye: «El animal no añora los bosques perdidos, las praderas verdes en donde fue un príncipe, las sagas de su especie que no fueron registradas. El duro escarabajo y el blando colibrí no cargan la añoranza o la angustia...». Todo eso nos pertenece, pareciera sostener el yo lírico que se ubica a sí mismo en el cierre del texto, como una mirada semioculta en sus propias cavilaciones «desde la casa junto al bosque». En los 23 poemas que integran el conjunto hay, además de cierta libertad en la forma, una paleta de colores crepuscular, coincidente con el tono reflexivo y por momentos apesadumbrado de la obra. Se avizora el declinar del día como un tiempo y un espacio propicios para el recuento, el ejercicio de la memoria y la quietud física que de ninguna manera es entendida como quietud mental o espiritual: «Todo se paraliza en ese borde/donde mueren los senderos del día,/no-tiempo sin sonido a donde acude la historia acumulada, la memoria». Ese dinamismo interior que coincide con el telón nocturno se alimenta del silencio, y si bien su despliegue acarrea fundamentalmente los despojos del pasado, siempre es esperable la sorpresa, el nuevo amanecer, la consumación del ciclo.
La casa junto al bosque, sin tener una división explícita en secciones, permite aventurar una serie bastante precisa de bloques poemáticos: los textos, llamémosles de tono crepuscular, diseminados a lo largo de la obra; los poemas experienciales («Teotihuacán», primera y segunda parte), y un grupo de poemas vinculados al arte, el cine y la música («¿Por qué creer que el sueño es sueño?» y «Cine»). Un acierto de Altesor es, desde nuestra perspectiva, ubicar el largo poema «Las ranas cantan» al final del libro. Allí, entre los escombros de una lluvia que ha amainado, se escucha el canto de las ranas en las cunetas. Sin importar la suciedad del mundo, el desvarío de sus guerras o el advenimiento del final, las ranas cantan su salmo a la vida estirando el tiempo: «cantan en los helechos y en el barro/insisten en el agua y en reproducirse/aunque la noche negra no conduzca/hacia el amanecer». También el poeta chileno Jorge Teillier se dejaba conmover por una situación semejante en su poema «Fin del mundo»: «El mundo no puede terminar/porque las palomas y los gorriones/siguen peleando por la arena en el patio».2
La casa junto al bosque propone esa puerta de salida. Por supuesto que engañosa, porque las luces de la aurora solo pueden dejar en evidencia el círculo, la trama que se repite, el final que nuevamente se entronca con el principio. Al cruzar el umbral, al dejar un leve trazo de huellas en el barro (y en las hojas), angustia y añoranza persisten en nosotros como una antigua herida. Razones de peso para creer que nunca, ni siquiera al amanecer, hemos salido de la casa.
1. Nancy Huston, La especie fabuladora, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017. pág. 14.
2. Jorge Teillier, Poemas del País de Nunca Jamás, Barcelona, Sin Fin, 2016.