Ese caballo invisible
por Luis Bravo
Brecha, 15 de agosto de 1984
«El mar se ha ido. La capa de la noche lo ha cubierto/y aventa sus azules hacia el confín del día.» Con aquella noche envolviendo al mar y a todos, finalizaba el primer poemario de Sergio Altesor (Río testigo, Ed. de la Banda Oriental, 1973). Ese libro es hoy uno de los primeros "testigos" de lo que se dio en llamar la literatura carcelaria del Uruguay. El segundo poemario es otro viaje, Trenes en la noche (Nordan, Suecia /1982) que lo llevan a otro mar, el Báltico del exilio.
Podría decirse que su tercer volumen, que hoy nos ocupa, Archipiélago (*), continúa y profundiza la temática compleja, paradojal del exilio. Reformulaciones del pasado, "ventanita con barrotes", y redimensión de la vida, en un presente y futuro igualmente inciertos. Nacido en 1951, estamos ante un autor joven pero que siente una "historia de caballos sudados" tras de sí. Un hilo conductor atraviesa sutilmente su obra publicada; como un marco de inevitable referencia aparece el viaje de la vida. El transcurso del río, la ventanilla del tren, los veleros que dan significado a la inmensidad del archipiélago, son en su conjunto la trayectoria del "invisible caballo del amor" que atraviesa su poesía. Por fuera y por dentro, Altesor es un corajudo poeta-hurgador de la materia con que construye su propio destino.
Su poesía es reflexión e instrumento de su propia identidad. De allí que utilice elementos como "agua" o "espejo" dando una idea multifacética y permanente de su crecer en el mundo.
Archipiélago es para el lector un viaje extático, entre islas que van desde el frío Báltico, al calor del Caribe, pasando por istmos personales (infancia, evocación del amor, literatura que ha sedimentado). Su poesía es vivencial, pero no anecdótica. Su lenguaje emplea con acierto una doble trama: lo sensorial que se objetualiza y lo objetual que se transforma en sensación. Un ejemplo de esto se ve en la primera parte del libro, la más extensa y, para nosotros, la mejor lograda. Allí el "frío" es navajas, flecha, agujas, púas de metal, convirtiendo la sensación en punzante herida de lo que ese paisaje representa como condición de exilio. Las "olas de amianto", lo “plomazul del agua”, "el aire de magnesio" son otros ejemplos de cómo el poeta trabaja el paisaje para dar, a través del color (blanco, gris o negro), densidad o permeabilidad al volumen de su angustia.
La niebla, como otra forma del agua, adopta en Altesor un doble valor, poético y asfixiante a la vez: "en la niebla de la luna/entre los bloques negros de edificios dormidos/las fantasías sexuales van corriendo/en puntitas de pie". La sensación de "orfandad" se instala en el lec-tor y sólo la palabra queda, para soñar otra existencia: "hacia las islas verdes que nunca habitaremos."
Sin embargo ese sueño parece realizarse en "Cuadernos del Trópico", segunda parte del libro. México, Nicaragua y Cuba, dan paso a "plantíos de magüey, un cuarto donde cabe todo el archipiélago", montañas rojas, y paredes virueladas. Cambian color y olor en el paisaje, pero prosi-gue el deseo de "encontrarse" y su desencanto: "el espejo roto y oxidado de una pensión de mala muerte y preguntarse quién soy yo". Allí nos damos cuenta de que el Archipiélago es la Itaca perdida en cada hombre y lugar, es la acumulación de lo vivido, pero sobre todo es la sumatoria inversa, lo que falta por descubrir. Por eso el viaje prosigue.
Una última parte, "La visita de W.A. Mozart al archi-piélago" (catorce poemas) y una última clave del mundo de Altesor: el sonido. Lo auditivo, como armonía en euforia "toca amadeus, tu música espiral, tu tobogán", o como rebeldía, el golpe de la música contra el pecho de la tristeza. Es el de Altesor un lenguaje de tensiones regulado por matices, donde color y sonido trabajan' en función de lo que quiere decirse. La lectura de Archipiélago es un viaje entre secretos mínimos, las desoladas lagunas de la existencia.
Los versos tienen un ritmo interior que va como segregándose a lo largo de la lectura, sin estridencias, llevándonos como de la mano a mirar lo que su ojo agudo quiere que miremos.
En síntesis y como dice el propio poeta "el archipiélago es un hombre".
(*) Editorial Siesta, Estocolmo, 1985