La doble vida: “El café del griego. Un estudio de la luz”, de Sergio Altesor Licandro
La diaria, 29 de noviembre de 2018
Francisco Álvez Francese
Si hay una constante en la obra en verso y prosa de Sergio Altesor es la experimentación con la forma. Sus tres libros de narrativa publicados hasta ahora –Río escondido, de 2000, Taxi, de 2016, y El café del griego. Un estudio de la luz, que salió hace unas semanas y hoy será presentado por el autor y la artista Cecilia Mattos, a las 19.30, en el Centro Cultural de España–, en efecto, persiguen búsquedas formales bien diferenciadas. Si el primero, ganador del premio Posdata, era un solo párrafo torrencial que jugaba con la referencia fluvial de su título y el segundo tenía forma de diario, pautado por los días y los viajes del narrador, artista visual y taxista, esta última novela, que sigue de cerca aquellos libros (con los que comparte personajes), está dividida en tres secciones claramente distintas, de tal manera que uno podría pensar que está ante un conjunto de nouvelles que comparten universo o, si se quiere, de un tríptico.
En pintura, por lo general, el tríptico muestra (estoy pensando en los de los artistas del Renacimiento flamenco) tres momentos de una historia, la mayoría de las veces bíblica, que se puede leer de manera secuencial (de izquierda a derecha), aunque a veces tenemos simplemente tres instantes de una vida, tres miradas sobre el mismo personaje o cierto episodio. De modo similar –aunque la lectura tal vez deba hacerse de derecha a izquierda, porque se empieza contando eventos de 2002 y se termina, tras un pasaje por los 90, 20 años antes– El café del griego propone, en una muestra más del dinamismo que define la narrativa de Altesor, un conjunto de “cuadros” que buscan dar cuenta de un tiempo y de los periplos de un conjunto de personajes signados por el amor, los desplazamientos y el arte.
Refugios lejanos
Mientras que Río escondido seguía la peripecia de Pedro Fontana en Nicaragua y Taxi su regreso a Suecia, en En el café... nos encontramos con una multiplicidad de tiempos y lugares, que comienza con los primeros años de los 2000, en plena crisis del Río de la Plata, cuando, para una generación, los países nórdicos aparecen no como el lugar de asilo que fue para sus padres, sino como un hostil refugio en el que buscar cierta estabilidad económica. En efecto, el protagonista del primer relato es un argentino que había vivido en Suecia con sus padres, exiliados políticos como el protagonista de las otras novelas, y el propio autor.
Esta primera parte, una narración más convencional, en tercera persona y dispuesta en una prosa sin divisiones internas, se centra en la llegada de Pablo Caballero (que antes había estado en España y dejó en su país a una novia) y sus encuentros con personas y lugares de un pasado que sólo le pertenece a medias. Aunque es el relato más débil del conjunto, “La gran oscuridad” ayuda a dar el tono y presenta, aunque a veces de forma oblicua, a los personajes principales, a la vez que funciona como un acercamiento desde otro lado al país que marcó la obra (también poética) de Altesor, incluidas algunas críticas al utilitarismo y a la mercantilización del sujeto en el nuevo milenio.
En la siguiente sección se presenta el relato en forma de diario –que se nos adelantó ya en las andanzas de Caballero–, escrito por Duarte, un poeta devenido novelista que fue amigo de los padres de Caballero. Estos días de 1994, cuya escritura dispara el regreso del hijo de sus antiguos amigos, se centran en el café del título y en sus parroquianos, sobre todo en un pintor que, aunque no se nombra jamás, el lector de las obras anteriores de Altesor puede asimilar a Fontana, cuya presencia se empieza a esbozar ya en la primera parte (mediante un retrato) y va cobrando intensidad hasta pasar a ser el centro de la acción en la parte final, no sólo la más extensa del conjunto (más o menos la mitad del volumen), sino también la más lograda.
Expatriados
Girando en torno a un muy anticipado viaje a Polonia, la tercera sección nos sitúa en 1982 y, a través de una narración que vuelve a la tercera persona pero se divide en capítulos, sigue los pasos del “pintor” (sólo así se lo llama) mayormente en Cracovia, a donde llega curioso por un estudio de animación. En episodios que tienen los tonos oscuros de los films de Jerzy Kucia, la acción pasa de la reflexión sobre las costumbres del país (su absurda fijación con el American way of life, la vida tras la ocupación de la ya por entonces decadente Unión Soviética, el reciente surgimiento del movimiento Solidaridad, etcétera), las posibilidades estéticas del trabajo con escasos recursos y los límites de la figuración, a las cavilaciones sobre la belleza en un sentido amplio, que se encarna en la figura de unas mujeres que son a la vez la materia de la memoria y los desvelos del presente.
En ese sentido, Altesor profundiza una técnica ya utilizada anteriormente, por la que el tiempo actual y el pasado se empalman de manera que parecen dos diapositivas iluminadas en simultáneo, proyectando una imagen que, aunque conserva rasgos de ambas, se convierte en otra. Tras la llegada a Polonia del pintor, se dice, por ejemplo: “Cuando estuvo solo sacó una toalla y un jabón de su bolso y se metió en la ducha. Después de ducharse se recostó un momento a descansar. Despertó en el hotel de Nueva Orleans”. Estos fragmentos, que abundan en las páginas del final, desconciertan a menudo al lector, que, acaso como el propio personaje, pierde por momentos (gustosamente) la noción del tiempo y el espacio.
Así, aunque el libro, como ya se sugirió, es algo más desparejo que los anteriores, también tiene una cuota de ambición que hace de esa aparente debilidad una fortaleza. En su necesidad de explorar lenguajes (no sólo a nivel del léxico, que se enriquece con una mezcla inteligente de variedades, sino también con la interacción entre palabras e imágenes, a través de las ilustraciones de Cecilia Mattos que dan tono a las secciones con sus empastes densos de colores apagados) y espacios nuevos (los ya mencionados, pero también Dinamarca y, sobre todo, el trasiego en barco o en tren entre los distintos puntos), Altesor se muestra en un punto de plenitud creativa, sobre todo por su hábil trabajo con una serie de lugares comunes (“el regreso es imposible”, “el exiliado no tiene patria”, “el amor nos salva”, “el arte enriquece”), encarnados y puestos a prueba por un grupo de personajes transidos por la imposibilidad, partidos de su lengua y de sus vidas pasadas, doblemente expatriados.
Nosotros y ellos. El café del griego
del uruguayo Sergio Altesor Licandro, es una novela compuesta por tres relatos que se relacionan para describir el drama de la inmigración.
El Observador, 2 de diciembre de 2018
Andrés Ricciardullt
SE DIGA lo que se diga, al inmigrante nadie lo quiere, nunca. En el país de acogida, en el mejor de los casos, se lo tolera, se lo asimila y hasta puede que se lo ayude; pero no se lo quiere. En el país que se abandona sucede lo mismo, se entiende al viajero que parte, se acepta su decisión y también se lo ayuda llegado el caso, pero el que se va, pierde: es la rata que abandona el barco en mitad de la tormenta.
Los libros de Sergio Altesor, incluido este El café del griego, existen para demostrar que dentro de cada inmigrante late en realidad una voluntad de hierro que no se resigna a jugar las cartas que le tocaron, que no acata un destino, que está dispuesto a jugárselo todo y a empezar de cero otra vez. No llega a ser un héroe, pero a pesar de que las cicatrices y las consecuencias de su decisión le deformen el rostro, está lejos de ser una rata.
La novela, muy bien escrita, se divide en tres partes distintas pero relacionadas, que permiten profundizar en el tema desde diversos ángulos. En la primera, que sucede en 2002, un joven, Pablo, regresa a Suecia después de años de ausencia, ya que su familia emigró al país escandinavo durante un tiempo pero retornó a Argentina.
Altesor plantea allí que la inmigración no es un estado permanente, ya que de una u otra forma siempre se regresa al país de origen, aunque a veces sea solo a través de los recuerdos o de forma temporal. Pero más importante es cuando reflexiona sobre las relaciones familiares de los inmigrantes y cómo Pablo, quizás con toda justicia, le reprocha a su padre la decisión de volver a Argentina, cuando él es un niño que ya se ha adaptado perfectamente a Suecia, tiene muchos amigos y además asiste a la escuela municipal de música, uno de los sueños de su progenitor.
Pero a diferencia de su novela anterior, Taxi, un gélido y aterrador paseo por las calles desiertas de Estocolmo, aquí el autor se permite momentos de humor e ironía, como cuando describe los recovecos burocráticos de una sociedad modélica que puede llegar a exasperar a una mentalidad latina. Cuando Pablo va en busca de un trabajo o un curso subsidiado para capacitarse, sale del ministerio sueco con la recomendación de hacer un curso sobre cómo buscar trabajo.
La sonrisa está presente también en la segunda parte, donde se describe a través del personaje de Duarte, los pormenores que suceden en el café del griego, un lugar donde se juntan inmigrantes de todas partes con suecos y suecas marginados de su propia sociedad. Un lugar nada recomendable, un antro, pero también un oasis de calor gracias a la proximidad de los cuerpos, las penas compartidas y el alcohol.
Como transcurre en 1994, como telón de fondo está el mundial de fútbol que se jugó ese año, que los parroquianos siguen en el televisor del café y que da pié a momentos jugosos donde cada idiosincrasia particular queda al descubierto.
También hay espacio para un amor fallido y a la distancia, donde Altesor saca a relucir su alma de poeta: "El dolor más grande que produce la vida irreversible no son las equivocaciones, la imposibilidad de los ensayos o lo inapelable de los resultados. El dolor más grande es la trampa de la espera y esta tarde de un lunes que se quema sin que tenga noticias de una cierta persona", escribe.
En la tercera historia un maduro estudiante de arte uruguayo viaja en 1982 a Polonia buscando su destino, pero encuentra cualquier cosa menos eso. El fresco de un país oscuro y decadente, donde el comunismo todavía resiste pero está en franca retirada, es notable.
El café dél griego, de Sergio Altesor, es un libro valiente e interesante literariamente, que además enseña al lector a pensar antes de emitir juicios lapidarios sobre los compatriotas que partieron.
Signos de un lenguaje interior
por Mathias Iguiniz
Brecha, 24 de mayo de 2019
“Buscó algunos lugares a los que solía ir, pero a medida que los visitaba fue creciendo la sensación de estar perdido", expresa uno de los personajes de El café del griego. Un estudio de la luz, la nueva novela de Sergio Altesor (Montevideo, 1951). Marcado por la experiencia del presidio político y el exilio en Suecia, en sus novelas, el autor hace hablar a la ficción el lenguaje de las percepciones y los complejos mecanismos de la memoria. Al margen de su vasta obra como poeta, en narrativa publicó tres títulos: Río Escondido (2000), Taxi (2016) y el ya mencionado El café del griego..., publicado en octubre del año pasado por Estuario. Luego de contar en Taxi el periplo como taxista del artista plástico Pedro Fontana —protagonista también de su primera novela— por las calles de Estocolmo, su último libro retoma el escenario, pero marca una inflexión, al correr el foco y dar entrada a una nueva galería de personajes.
El café del griego... se divide en tres partes: "La gran oscuridad", "El café del griego" y "Polonia". Cada una de ellas va acompañada por ilustraciones de Cecilia Mattos, que no sólo le dan al libro un fuerte carácter expresivo, sino que también trazan un mapa de afinidades entre diversos lenguajes artísticos (no hay que olvidar que el propio Sergio Altesor se dedicó durante años a las artes plásticas. Son, entonces, tres historias, tres cortes temporales, que, sin embargo, se anudan en una misma preocupación por esa experiencia desgarradora que es el destierro en sus diversas modalidades.
"La gran oscuridad" —escrita originalmente en sueco— cuenta la historia de Pablo, un hijo de refugiados argentinos que, luego de pasar su infancia en Estocolmo, tiene que volver a la ciudad nórdica tras la crisis económica que asoló nuestra región en 2002. Con el mismo formato que el escritor utilizó en Taxi, "El café del griego" es el diario de Duarte, un veterano amigo de los padres de Pablo que, afincado en Suecia, pasa sus días entre el estudio de los extraños comportamientos de la luz en esas latitudes y las tertulias en un cafetín de mala muerte. Los destinos de Pablo y Duarte vuelven a encontrarse, y, por esos misterios que encierra la creación literaria, esto le permite al último retomar una novela cuya resolución venía postergando desde hacía muchos años. "Polonia", finalmente, se ubica en 1982 y cuenta la travesía de un pintor uruguayo de la Real Academia de Artes por un país que asiste a las ruinas del socialismo.
"Yo con un tiempo distinto/denso como un tren en la noche", expresa la voz poética en Trenes en la noche (1982). La primera historia de El café del griego... comienza con un viaje en un tren casi vacío, a la medianoche, que atraviesa un puente. La experiencia trivial de un viaje evidencia inestabilidades en el estatuto mismo de la realidad, pues enfrenta al sujeto a la naturaleza esencialmente ambigua de sus coordenadas espacio-temporales y, por tanto, al umbral de lo desconocido de sí mismo. En este punto, se podría pensar en El fractal de Julia (Estuario, 2017), novela de Pedro Giudice —coetáneo de Altesor— que lleva la percepción de la propia identidad en su transcurrir a un extremo de pliegues y desdoblamientos. Salvando las distancias, en ambos registros se reconoce una tensión temporal interna a la escritura misma, que pone en jaque los modos realistas de representación entre el sujeto y sus circunstancias.
"El café del griego" transcurre en el verano de 1994 e imprime al texto cierta dosis de humor (no siempre del todo lograda). Las anotaciones del diario de Duarte se reparten entre el estudio de la luz y el relato de las largas tardes en el café del griego Vangelis, donde se reúnen parroquianos de todas partes del mundo. Aquí cobra relieve la comunión franca y azarosa de seres desarropados que, más allá de distancias, costumbres e idiomas diferentes, se empecinan en tramar de nuevo los vínculos afectivos, con un entorno que no les pertenece. "El dolor más grande es la trampa de la espera y esta tarde de un lunes que se quema sin que tenga noticias de una cierta persona", dice en un momento Duarte, resumiendo en una frase la profundidad emocional que domina este apartado.
"Polonia" es la narración más extensa y, por algunas claves de lectura que deja el texto, bien podría pensarse que no es otra cosa que la novela de Duarte: "Me fascina imaginar qué historia puede haber postergado su retorno tanto tiempo", anota en su diario, refiriéndose al pintor. Es el retrato de una Polonia en plena convulsión política, que se debate entre el intento por sostener un modelo ideológico de cuño socialista y la apertura al sistema del capital. El periplo con motivo de un trabajo académico deviene tour alucinado del estudiante, a caballo entre el sueño y la vigilia. A los personajes de Altesor los lleva la corriente de una vida errante; los vientos del sur se les arremolinan en paisajes de lejanías y hacen de su presente un túnel en el que los recuerdos se agolpan y se disipan.
El drama existencial de no reconocerse de un lugar es, también, un drama del lenguaje que encuentra en ese extravío su potencia creativa. Así se expresa el narrador en Río Escondido a propósito de las pinturas de Pedro Fontana: "Su propósito era traspasar todo. Su método: aprehender para disolver. Su intención: llegar tan lejos que todo aquello pudiera ser transformado en signos de un lenguaje interior". En una curiosa transparencia, algo de esto se propone casi veinte años después Sergio Altesor en su nueva novela.